martes, 28 de marzo de 2017

Vasa, el Titanic sueco

Menuda sorpresa Estocolmo. Es de esas ciudades bonitas, bien conservadas, en las que se respira orden y equilibrio. Los suecos son además gentes educadas y muy contenidas.

Los que estéis más puestos en historia sueca o del norte de Europa o hayáis viajado ya la ciudad, sabréis que uno de las visitas obligadas en Estocolmo es el museo del Vasa. Yo le llamo el Titanic sueco. Y es que aunque os sorprenda, a su modo y en su siglo, el Vasa fue el barco que quiso y no pudo ser.

Pero... ¿Qué tiene el famoso  navío para merecerse un museo de varias plantas hecho a medida? El museo del Vasa alberga un buque de guerra del siglo XVII que se ha conservado casi intacto hasta hoy. Pero no es cualquier nave de las muchas que recorrían los mares en aquellos 1625-28, fecha de su construcción.

Si repasamos los libros de historia, ha pasado muchas veces: reyes que necesitan demostrar su poder, su superioridad sobre el resto a base de construir o fabricar algo que demuestre que ellos son más. Esa es la historia de este barco: la dinastía Vasa quiso poseer el mayor y mejor buque de guerra jamás construido por la armada sueca. Sus medidas no son para tomarlo a broma: 69 metros de proa a popa y 52 desde el palo mayor a la quilla. Un navío que pesaba 1.200 toneladas. Recordar que estamos en 1.625 y sacar conclusiones. Si hoy sigue siendo un barco espectacular, imaginaos en aquellos años.

El rey, llevado imagino por la ambición y el ansia de demostrar, pidió al constructor más cañones de los planificados sobre plano. Eso suponía cierta inestabilidad que había que compensar, de ahí que llenasen el fondo del barco con 120 toneladas de piedras. Pero, volvamos al recuerdo del Titanic y a esa ambición de ir más allá que, igual que le pasó al Vasa, llevo a pique al que iba a ser el barco más poderoso del mundo.

Cuando el 10 de agosto de 1628 el Vasa partió del puerto de Estocolmo... Oh sorpresa! A 300 metros de tierra firme y zarandeado por unas fuertes ráfagas de viento, el orgullo de la nación sueca acabó tumbando de lado. Los cañones se llenaron de agua y empezó el terrible espectáculo. Los más de 200 tripulantes escaparon como pudieron y algunos fueron engullidos por el mar.

Ahí acabó la aventura del Vasa: hundido a pocos metros de Estocolmo hasta el año 1.961, momento en el que las autoridades decidieron recuperar lo que sin duda hoy en día es un gran tesoro. Lo interesante del tema es que al estar tan cerca del puerto, el barco y muchos de sus objetos se han recuperado en bastantes buenas condiciones.
Es un verdadero placer  para los amantes de la historia y del mundo naval contemplar un ejemplar tan auténticamente bien conservado. Pasear por las diferentes plantas del museo y ver el navío desde diferentes ángulos me transportó a todas esas aventuras de marineros que surcaron los mares siglos atrás con su sudor, su experiencia y su valor como bandera.
El Vasa vuelve a ser el orgullo de la nación sueca, pero con una excelente lección aprendida: la de no retar al imposible, la de no creer que todo está vencido. La de saber que el mar sigue siendo fuerte y poderoso y nosotros solo pequeños e insignificantes humanos que creemos que podemos con todo. Pero a veces no. A veces no se puede. 
























sábado, 25 de marzo de 2017

El escalofriante osario de Sedlec

No me imaginaba lo que es un osario exactamente. Nunca había estado en ninguno y mucho menos en este de la República Checa, que es un punto turístico "freak" para los amantes de lo gótico y los escenarios tenebrosos. Y no es para menos, porque al margen de que Kutna Hora tenga un casco histórico precioso y que sea un destino más a visitar en la República Checa, muchos turistas se dejan llevar por el morbo y visitan la famosa capilla de los huesos.

El osario de Sedlec es la visita estrella en la localidad de Kutna Hora. Nos hemos de remontar al siglo XIII para descubrir la historia de un monje que trajo a la zona tierra de Jerusalén, motivo sobrado para que los lugareños quisieran ser enterrados precisamente en ese cementerio. Tanto éxito tuvo aquella arena sagrada que el cementerio quedó desbordado. Con el tiempo, la erosión acabó por desenterrar huesos y más huesos, de ahí que se construyera una capilla en la que se fueron colocando huesos en forma de pirámide. Ya en el s.XIX un artista recibió el encargo de dar forma a la capilla y apareció lo que se puede ver hoy en día: un sitio tétrico y algo macabro. Pero sin duda auténtico.

Mi visita al osario de Sedlec fue como la de cualquier otro turista: entre perpleja y sorprendida. ¿Porqué alguien se ha dedicado a decorar paredes y hacer esculturas con huesos humanos? ¿Con qué derecho? ¿Qué pensarían los propietarios de todos esos fémures o calaveras?

 ¿Qué sentido tiene un osario? ¿Te imaginas acabar formando parte de un recinto sagrado al que acuden turistas con sus cámara para hacer fotos de una particular decoración con tus restos? La vida a veces tiene extrañas circunstancias que hacen que no sepamos con certeza qué será de lo que quede de nosotros cuando nos hayamos ido. La frase aquella de "a saber dónde irán parar mis huesos" aquí toma  más sentido que nunca. Aunque una vez ya te has ido... ¿Qué importancia tiene?

Todo eso y mucho más venía a mi mente mientras con cierto recelo tomaba fotos en aquel lugar tan extraño. ¿Si vas a la República Checa te perderás la visita?       













       

sábado, 25 de febrero de 2017

Salvador de Bahía, atardeceres de ensueño a ritmo de capoeira

Salvador de Bahía es una ciudad ecléctica, un mix de culturas en el más amplio sentido de la palabra. Pasear por su casco antiguo es entender la historia de Brasil y de América Latina, de la conquista europea  y de los intentos por llevarse al nuevo continente la esencia del viejo.

Nuestra señora de Bom Fin, la Iglesia de San Francisco, la Praça da Sé... Pasear por el barrio de Pelourinho, con sus calles empedradas y los edificios de colores, es conectar con los referentes europeos que sirvieron para confeccionar una ciudad nueva en  un nuevo mundo. No me extraña que Michael Jackon grabase allí su famoso videoclip "They don't care about us". Sus callejuelas son una de las joyas de la ciudad y de Brasil.

Pero para mí lo interesante está en ver como todos los rasgos europeos  se combinan con el exotismo de una tierra con vegetación, colores, olores y ritmos propios de África.  Porque lo racial y lo africano hacen de Salvador una ciudad única en América y la que tiene más personalidad de todo Brasil. Los seropolitanos se sienten muy unidos e identificados con África y con su pasado esclavista, con el budú, el candomblé (culto a los orishas), con una  gastronomía que juega con ingredientes africanos y portugueses y unas danzas y músicas con una clara influencia racial con la que han conseguido, por ejemplo, llevar la capoeira por el mundo entero. Quizás por eso uno de los iconos de Brasil lo encontramos en esa iglesia de Bom Fin con sus miles de cintas de colores, otro claro ejemplo del mestizaje entre la sobriedad religiosa del cristianismo más arraigado y la alegría de los colores y estampados africanos.

Una de las visitas que me transportó a Europa y más concretamente a Lisboa fue  el mirador de Lacerda, que une las dos partes de la ciudad (alta y baja). Ese rincón de la ciudad, con el mercado Modelo (arsenal de todo tipo de souvernirs, donde pasé una tarde muy entretenida viendo artesanía local y recuerdos muy frikis) es una zona muy animada en la que apetece quedarse aunque solo sea a contemplar el ir y venir de barcos, turistas, vendedores ambulantes...

Pero si algo me entusiasmó de Salvador fue sus atardeceres. Qué espectáculo de la naturaleza contemplar la caída del sol desde dos puntos: solar do Unhao, una pequeña zona de casitas coloniales pegada la bahía de todos los santos a la que acuden las parejas, turistas y grupos de amigos a ver caer el sol. El otro lugar desde el que descubrí lo que es un atardecer de película es en la popular playa do Porto da Barra, a la que acuden  jóvenes a hacer deporte y charlar mientras cae el sol.


Las fotos que veis son sin filtro. No hizo falta. Lo que sí hace falta son palabras que puedan describir lo que vieron mis ojos aquella tarde. La intensidad de colores y tonos, la viveza de todo un espectáculo que a mí me dejó atónita. Pero los bahameños también se paraban a contemplar y sonreían. Creo que con el orgullo del que sabe que vive en un lugar especial con un cielo que es un regalo.