De entrada
el recelo y la desconfianza se apoderan de ti. Hemos oído cosas horribles de
las favelas brasileñas. Pero una favela no es más que un barrio humilde y destartalado en el que la gente vive en paz. En algunas de ellas, la policía militar controla la zona para evitar que las mafias campen a sus anchas pero para sus habitantes son más bien una molestia (a nadie le gusta salir por la mañana de casa y encontrarse a tipos armados con metralletas). Los que sí lo agradecen son los visitantes y turistas a los que la presencia policial les da más seguridad y confianza (Clip del periodista Edgar Costa: https://www.youtube.com/watch?v=7SnkC9O0aI0).
Tenemos una
imagen de Rio de edén tropical, de cocoteros y biquinis, de samba y desenfreno.
De alegría constante. Y es así pero tampoco es así. Rio de Janeiro es una
ciudad creciente que intenta convertirse en algo mejor de lo que es: más
segura, más abierta al turismo, más consumista y moderna. Sorprende ver cómo
sus ciudadanos compran a plazos cualquier cosa: desde lavadoras a calzado. Siempre
las tarjetas de crédito por delante. Están en todas partes, moviéndose como la
samba. Están en pleno florecer consumista y lo están disfrutando.
Por otro
lado no fue hasta que subí al popular "pan de azúcar" (montaña
cercana a una de las playas que más me gustan, Botafogo) cuando de verdad
entendí porqué Rio es tan especial. La naturaleza allí se ha cebado a gusto. Se
ha permitido un capricho y ha creado una geografía de playas, montañas,
palmeras y hasta un lago entre los que ha crecido esta ciudad única. Contemplar
Rio desde el Cristo de Corcovado es regalarse un bombón a la vista. Aquello es
espectacular.
De Rio me
quedo con las favelas y sus habitantes calientes, cariñosos y sonrientes.
También con el Real Gabinete Portugés de Lectura y la popular pastelería
Colombo, huellas del colonialismo portugués de tiempos pasados. Y con Lapa y
sus arcos, donde los viernes noche los jóvenes cariocas bailan samba mientras
corre la cachaça de vaso en vaso.
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